Me lo contó un amigo: una adolescente conocida suya preguntaba en Reddit a los hombres de la generación de su papá por qué usaban “playeras de Nirvana”. “¿Están tratando de verse a la moda o que ch*?”. Cuando un redditor quiso explicar e iluminar sobre la vida y hechos de Kurt Cobain, la chica se puso todavía más airada. ¿A quién le importa Kurt whatever? La pregunta era más sencilla: ¿por qué quieren copiarnos nuestras playeras de la marca de moda Nirvana?
La influencia de lo noventero sobre lo contemporáneo no es sólo una anécdota.
Lo hemos visto en los últimos meses: de pronto “Rosa pastel” de Belanova es el gran hit pop. Los pantalones cargo y jeans rotos se llevan en las calles y en las pasarelas, llenas de maxivestidos, spaghetti straps y bucket hats. Se ven este verano las camisas de franela a la cintura, el look leñador con todo.
El hip hop y sus géneros derivados (el reggaeton, el trap) está en todas partes como si estuviéramos en pleno estallido del gangsta rap. Olivia Rodrigo tiene uno de los discos más trascendentales de nuestra década con un track list que suena a rock alternativo circa 1995.
Todo esto para hablar del divertido fenómeno de la resignificación cultural y cómo los noventa regresaron treinta años después.
Es curioso cómo circula la cultura. En los noventa hubo toda una revolución. Era la revolución de no darle importancia a nada. Así como en los sesenta los adolescentes eran comprometidos con salvar al mundo y hacer que cada esfuerzo contara, en los ochenta los jóvenes se dedicaron a pasarla bien en el poco tiempo que les quedaba antes de que la bomba atómica cayera en su jardín. Los noventa fueron fruto de una mezcla de ambos sentimientos: ni revoluciones ni tragedias, los noventa fueron los años del desencanto.
La cultura, dicen, sigue ciclos, esa es su lógica. Podemos verlo en la moda, la música, las tramas de las películas. Algunos temas llegan para quedarse—todas las generaciones tienen SU historia de amor—, pero la mayoría desaparecen una década y regresan años después sin que nadie se lo espere.
El interés en la política, por ejemplo, es uno de esos temas que se mueven en oleadas, no todas las generaciones están interesadas en tener claro quién y cómo detenta el poder. Otro de esos temas: la memoria, cada generación cree que ha inventado la nostalgia, pero no todas están interesadas en recordar el pasado.
¿Qué está sucediendo con la cultura de hoy en día que trae a colación los sentimientos e ideas de los años noventa, su desencanto, su incredulidad? Decía el crítico cultural Greil Marcus en su importante libro Mistery Train, cada adolescente quiere sentir que es Elvis, sentando bases para algo oscuro y brillante.
Eso oscuro y brillante para la gen z son los tópicos del grunge y el rock alternativo. Según el diario inglés The Guardian, la revolución “neo-alternative” se debe sobre todo a que los zeers llegaron a la pubertad con Twitter y Tumblr, con los millennials, sus hermanos mayores, haciendo playlists de grunge. Muchos artistas en pañales se educaron “sintiendo que nos habíamos perdido de algo”, dijo al periódico Yasmine Summan, periodista musical veinteañera.
Muchas similitudes hay entre los que crecimos en los noventa y los nacidos a principios de este siglo. Ambas épocas fueron de incertidumbre y miedo. El cruce con actos históricos como el calentamiento global y la pandemia causa que muchos adolescentes se sientan igual de alienados que nosotros en nuestra época. Si a eso se le añade la historia de decadencia romántica de las figuras culturales del movimiento alternativo, nos topamos con caldo de cultivo riquísimo para la fascinación.
Hay diferencias, por supuesto: en casi todo el mundo los noventa fueron años de bonanza económica y crecimiento tecnológico que nos permitió una especie de infancia alargada a los millennials. Los gen z y alphas no tienen esa suerte, con el espectro de la crisis económica y la guerra global apretándoles el cuello. Hoy los fans tienen acceso 24/7 a la vida de sus ídolos, nosotros apenas teníamos nuestros cds con sus booklets y liner notes que nos hacían fantasear.
Pero es un hecho que la gen z mira con adoración a la vida de hace tres décadas. Los adultos no tienen las respuestas, pero en su época se hicieron buenas preguntas. Quizá esa sea la labor de cada generación: hacer las preguntas que sus hijos tendrán que responder.