Así está la cosa: David LaChapelle es un genio, aunque no hace falta saberlo para reconocer que Amor, la exposición retrospectiva del fotógrafo, es el prodigio realizado. Duele, conmueve, es espiritual y trágica, es teatral y moribunda como una naturaleza muerta. Es todo lo que esperas de un gran artista.
Algo me saltó a la espalda cuando reparé en que LaChapelle, el gran fotógrafo de lo pop, pasa ya los sesenta años. Caray. Uno piensa en sexagenarios y cree que se refiere a sus abuelos, pero en realidad se trata de los niños del siglo pasado que vieron con el mismo furor la llegada a la Luna en una televisión a blanco y negro que los videoclips a todo color de la primera época de MTV. Llegaron a la vida adulta con el sida y se hicieron maduros con el internet noventero. Vieron caer las Torres Gemelas y el meltdown de Britney Spears con una sonrisa amarga de “ya sabíamos que esto iba a pasar, niños, ninguna virgen sobrevive al toque diabólico de la fama”. Es una generación con corazón de condominio en el que cabe todo lo pop porque ellos lo inventaron.
Y David LaChapelle es un gran referente de su propia época. En Amor, un recorrido en cien fotografías por su obra, LaChapelle se rebela ante su propia leyenda. LaChapelle creó su carrera en torno a la celebridad. Sus piezas siempre involucran a grandes iconos pop: Madonna como diodo, Tupac dándose un baño de espuma, Eminem con dinamita en la entrepierna.
Ser “un LaChapelle” era convertirse en un símbolo de los tiempos, un poco como ser una “chica Chanel” o salir en las películas de Almodóvar, un sello de garantía fetiche. Otro fetichista como LaChapell: Andy Warhol, el maestro del arte pop, quien le dio a LaChapelle su primer trabajo como fotógrafo de la revista Interview.
Pero Amor es otra cosa. Si uno quiere encontrar aquí la esencia de lo pop saldrá levemente decepcionado. Como que el fotógrafo dejó de interesarse en las celebridades terrenales para entregarse a una verdadera celebridad de celebridades: Jesús el Cristo.
Sí, David LaChapelle ha encontrado a dios y lo ha hecho sin ironía alguna. Yo pensaba, antes de recorrer la exposición, que me encontraría con santones en poses sexuales, la Virgen María ejercitando el Kama Sutra, Jesús en orgías varias. Nada de eso: en su última década al artista que tenía a Pamela Anderson y Marilyn Manson como divas siente que la Virgen le habla. Y le dicta al oído la palabra del Señor. Sí, señoras y señores, LaChapelle logra con Amor una verdadera e inesperada reivindicación de la fe.
Puede sonar aburrido: no lo es. Todo lo que aquellos retratos de moda y celebridades prometían está presente en estas obras recientes. Ese colorido kitsch, esos desnudos vulnerables de cada cuadro. Aquí están pero atravesados por una luz divina, por el grito de uno que, como san Pablo, se encontró con la inspiración cristiana después de haber sido un gran y famoso pecador.
Recorriendo Amor el visitante se da cuenta que el fotógrafo no se fue por el camino facilito del desprecio a todo lo judeocristiano que se podía esperar de un artista de la gen x. No hay ironía gratuita por aquí. Todo en LaChapelle es artificio, sí—esos negativos fotográficos coloreados a mano y convertidos en vitrales de basílica no son en modo alguno “naturales”—, pero también rezuma sinceridad.
En esas composiciones entre pinturas renacentistas y estilizadas fotos hay espacio para la conversión. Por ejemplo, en la serie “Escenas del Viacrucis”, plato de cardenal del recorrido, Jesús es un bello modelo de piel aceitunada que sin mayor esfuerzo parece sacado de un templo vaticano. Las quince estampas del viacrucis a la LaChapelle son bellísimas, tan bellas que dan ganas de persignarse ante ellas. No hay que bajar la cabeza ni ante el poder ni ante el terror, pero sí ante la belleza. Estas piezas merecen ese gesto de humildad.
LaChapelle ha dicho que hace varios años que el mundo de la fama y la moda dejaron de interesarle. Huyó de Nueva York y Los Ángeles para refugiarse en Hawaii, donde halló inspiración en la historia de la pintora estadounidense Georgia O’Keeffe que en esas tierras se hermanó con la naturaleza. LaChapelle siguió el camino fundacional y se encontró con el lado más reverente de lo natural/vegetal/orgánico. Pero no en el sentido angelino de la vida sana comiendo sándwiches de alfalfa vegana, sino en el muy doloroso de encontrarse a sí mismo a través del ejercicio de la finitud. Moraremos como la belleza de las flores de temporada. Podemos imaginar que nuestra caída será hermosa pero lo será apenas un soplo. Después, nada, una oscuridad.
Todo pasa, todo muere. En uno de sus murales LaChapelle imagina que un terremoto destruye el Museo de Arte Contemporáneo del condado de Los Angeles, el famoso, caro y respetado LACMA. En la imagen se pueden ver obras de Damien Hirst o Jeff Koons, monstruos sagrados del arte posmoderno, totalmente destruidas por un temblor, una posibilidad certera puesto que, nos informa el texto en sala, el museo está en una de los zonas más altamente sísmicas de Los Ángeles.
Otra postal del juicio final: mientras el LACMA recibe donaciones multimillonarias para mantener su estatus, afuera las casas de campañas de los homeless en la ciudad con más población sin techo de Estados Unidos (y seguramente del mundo). Posmoderno a madres, el metadiscurso del artista.
Para David LaChapelle el fin del mundo es algo más que una escena de la Biblia, es totalmente un posibilidad cercana y real. Hemos encontrado el modo de mandar al mundo al Diablo, con nuestras comidas rápidas, nuestros popotes compostables, los celulares llenos de apps que sacian cualquier apetito, las series que el streaming quiera darnos para adormecernos…¿adormercer qué exactamente? El artista se hace esa pregunta, ¿a dónde irá nuestra alma cuando el final sea inminente?
Llega un momento en la carrera de todo gran artista en el que se cuestiona para qué seguir. Sobre todo en el caso de LaChapelle, que alcanzó la fama y la fortuna bien pronto en su vida y que se puede dar el lujo de ser un millonario místico, un monje con Ferrari. ¿Para quién se hace este arte? Siguiendo a su maestro Warhol, el arte no se hace para nadie, no tiene significado, somos miradas pasajeras que sólo miran muros. Quizá solo se haga arte, como dice Margaret Atwood, para la misma persona para la que los niños escriben su nombre en la arena, en la nieve. Ese ojo que puede ser o no divino, un abismo que nos mira cuando nosotros lo miramos. LaChapelle pondera su viaje y decide brincar.
David LaChapelle se encontró con ese abismo dentro de sí y sabe que no podrá evitar desbarrancarse en él. Como nos pasará a todos nosotros, pues. El Armagedón es íntimo o no será. Por todos los siglos, por todos los personajes, por todos los espíritus santos que encontramos en nuestro camino y nos salvan por un instante. Amén.
Amor puede visitarse en el Palacio de Minería en el Centro de la CDMX (Tacuba 7, Centro Histórico, martes a domingo, $200. Descuento a estudiantes).