El grafiti tal como lo conocemos hoy se volvió furor en los años setenta en las grandes ciudades, pero es un arte que carga con una larga cauda histórica. El acto de grafitear no nació en las calles contemporáneas nuestras. Cómo puedes saber si buscas la historia del grafiti, eso de pintar las paredes con garabatos inesperados y vandálicos existe desde la antigüedad: en el antiguo Egipto ya había rebeldes que dibujaban sobre las paredes de arte sagrado. Si se trata de resistir, el grafiti siempre ha sido una de las armas de los espíritus libres.
No hay arte más contestón en nuestras calles que el grafiti. Como dice el escritor estadounidense Jonathan Lethem, la era del grafiti es la del arte que hizo que las paredes gritaran, que respondieran a un modo establecido de hacer las cosas en ciudades que pasaban por eras decadentes.
La ciudad clásica para el grafiti es Nueva York. Años setenta: la ciudad no es La Ciudad a la que le cantaba Frank Sinatra. ¿Si puedo hacerla aquí puedo hacerla en todas partes? Hum, no. En los años setenta Nueva York era un tiradero decadente: peligrosa, indomable, criminal. La “gente de bien” no esperaba a que las cosas se resolvieran, había que escaparse de esa gran manzana podrida. Un verdadero problema para las autoridades esa huida en masa.
Pues sí, el boom de las pandillas callejeras, el pánico por la violencia relacionada por la epidemia del consumo del crack y las malas obras urbanas llevó a las clases medias y altas a mudarse a otras ciudades.
En Nueva York se quedaron los outcasts. En ese sabroso caldo de cultivo convulso hubo artistas que hicieron suyas las calles. Primero usado como un modo de marcar territorios de las pandillas, el grafiti pronto se volvió un modo de literatura callejera.
De pronto el metro comenzó a llevar “tatuajes”. Scribblings de artistas como Keith Haring, Taki 183, Zephyr, Dondi y Basquiat eran la primera plana de los medios más conservadores y estaban en los discursos de políticos que prometían “salvar Nueva York”. Nada. El horror blanco continuaba. Cómo sobrevivir en una ciudad rayoneada como el baño de un bar punk. Las calles hablaban. Nadie detenía a los artistas, amos de los barrios, dueños de los billboards, las azoteas, dónde hubiera un espacio para dibujar. La era del wild style, el subway art.
El wild style pasó a la new school en la década de los ochenta. Un artista evolucionó el estilo salvaje: Seen. Así como el arte callejero es indómito, la sofisticación del wild style a la new school hizo exquisito e inalcanzable el arte grafitero: llegó a las galerías y la escena hip hop.
En los ochenta el grafiti al estilo neoyorquino estalló en diversas partes del mundo. Los mismo en ciudades europeas que en Latinoamérica, en los márgenes de la sociedad el grafiti era esperanza. Sólo quien tiene esperanza de cambiar el estado de las cosas se levanta, resiste. El grafiti es parte de esa resistencia.
El grafiti contemporáneo ya cumple medio siglo, su evolución es la de una rebeldía. A pesar de que hoy el arte urbano ya está muy asimilado como arte social y hay promoción desde el poder (abundan los programas sociales que buscan “rehabilitar” a los grafiteros y donarles espacios autorizados para convertirlos en decoradores citadinos), el grafiti sigue siendo la literatura salvaje de las calles.