Geoff se asoma al abismo frente a él, considerando su viaje. Hinchado de pensamiento, el adolescente de 13 años está listo para arrojarse.
Allá va.
A volar.
Estamos en el skatepark San Cosme, el San Miados como lo conoce la comunidad skater chilanga, un spot ya clásico para patinar. Geoff vino con su papá desde el barrio de Santa Martha Acatitla porque, me dice, allá no hay parques para patinar y él quería conocer San Miados desde hace tiempo.
El sitio es una leyenda. El grafiti, la comunidad participativa, la autogestión: todo habla de la contracorriente, de la cultura de la calle. A pesar del mote de “San Miados”, el sitio está limpio.
Vuelan los skaters. Es el verdadero deporte del costalazo. Esguinces y huesos rotos son cicatrices de orgullo, enseñas del valor.
Durante mucho tiempo el skateboarding– no sólo la patineta y los patines, otros deportes urbanos como el BMX–fue considerado un deporte casi clandestino, vandálico. Su relación con el grafiti y el hip hop se prestaba para la discriminación racista y clasista.
En Estados Unidos, por ejemplo, los skateparks eran rodeados por la policía para cuidar a los ciudadanos “respetables” de los supuestos crímenes de los skaters adolescentes.
La primera generación del skateboarding acrobático (tal como lo conocemos hoy) tomó como suyos lotes baldíos y albercas abandonadas (o no, a veces se metían a casas perfectamente habitadas que por alguna razón tenían la alberca vacía) para practicar su arte.
En México esa cultura de la discriminación existió (existe todavía) durante mucho tiempo. Vecinos enojados llamaban a las patrullas para evitar que las patinetas “rayaran” sus calles— como si el asfalto no nos perteneciera a todos.
Con la llegada de los gobiernos de izquierda a la Ciudad de México, poco a poco ese pensamiento fue cambiando cuando se crearon espacios para practicar el deporte. Muchos parques nacieron con aparatos para hacer ejercicio, canchitas de futbol, aros de básquet y, a Dios gracias, pistas de diversas dificultades y tamaños para patinar.
Una de esas pistas es San Miados, creado hace casi una década, de inmediato fue abrazado por la comunidad skater. De lejos parece pequeño, pero una vez dentro te das cuenta de que es muy grande y está lleno de vida. Son las 6 de una tarde fría de invierno y los skaters no dejan de llegar.
Algunos vecinos de las cercanas colonias de San Rafael y Tlaxpana no son muy felices con el parque. Le pregunto a algunos transeúntes si los skaters eran sucios o desmadrosos. Un señor me contesta: “Está bien que hagan ejercicios, pero luego dejan acá todo sucio”. Dice que aquí se fuma mariguana, pero en mi tarde visitando el parque no veo un solo churro. ¿Prejuicio mío? Estoy dispuesta a creerles tanto a los vecinos como a los skaters.
¿Hay drogas? El papá de Geoff: “Si hubiera drogas no traería a mi hijo, allá en Santa Marta todavía es peligroso sacarlos a jugar y mejor acá, nos queda lejos, pero el fin de semana lo puedo traer”.
Quizá la discriminación continúe, pero aquí en San Miados los patinadores son libres de volar.
En pleno Polanco, un barrio bien de la ciudad, hay un espacio que la comunidad skater hizo suyo a fuerza de tan solo usarlo. Estamos en el parque San Agustín, llamado así por la cercana iglesia de San Agustín, uno de los edificios polanqueños emblemáticos.
Como en la escena californiana de la era dorada del skateboarding original, allá por los finales de los setenta, inicios de los ochenta (wow, hace cuarenta años), los skaters de San Agus, como lo conoce la comunidad skater que visita este spot, se hicieron de una fuente vacía para crear un bowl en el que hacer trucos y agarrar velocidad.
Hasta antes de la pandemia, este bowl era el sitio de entrenamiento de la Liga de Roller Derby de la Ciudad de México. El derby es uno de los deportes que usan los patines para establecer una lucha ordenada para salir volando. La velocidad es la principal característica de San Agus.
Morena es de origen argentino, pero no tiene acento. Sus nueve años le dan para estrenar sus nuevos patines morados con un entusiasmo infeccioso: de verla dan ganas de destruir el pavimento. “Me gusta patinar, bueno, todavía no sé bien bien, pero no me da miedo”. Su mamá, Elisa, me explica que le regalaron los patines por su cumpleaños en octubre, pero por una enfermedad (Morena tiene alergias y asma) no ha podido salir como quisiera.
San Agus es un espacio perfecto para comenzar a patinar. El skateboarding es bienvenido, pero con respeto a los principiantes que todavía no le agarran el pedo del todo a la tabla. Hay tubos y rampas para hacer trucos, pero sobre todo lo que importa es que haya comunidad.
En San Agus la comunidad es visible en familias y niños que vienen a su primera sesión de skateboarding. Aquí el deporte todavía es juego, aunque me dice Leo, un chavo de veinte años que viene a patinar desde hace seis a San Agus, de aquí han salido ya skaters profesionales patrocinados por marcas legendarias como Supreme.
La tarde cae en San Agus y Morena y su mamá van a descansar. Las veo desde lejos. La niña lleva sus patines. El vuelo tendrá un día más.
Aragón es una concatenación de barrios que ocupa desde Neza y Ecatepec hasta la delegación Gustavo A. Madero al nororiente de la Ciudad de México.
De la clase media a la clase popular, Aragón es una zona vital chilanga, pero a la que parece que el desarrollo cultural del que presume el gobierno de la ciudad no llega. Hay pocos cines, casi ninguna librería y ningún teatro, no digamos galerías de arte y museos.
¿Museos? Toda la zona es un museo a cielo abierto de arte urbano. Hay mucho grafiti, desde murales autorizados o publicitarios, hasta las bombas ilegales en todas partes.
Siempre me ha parecido que un sitio con grafiti tiene fuerza, un lugar en el que se reúnen los espíritus de las calles. Así sucede también con el skateboarding y la comunidad patineta de Aragón se ha hecho con espacios en parques y lotes vacíos.
Algunos centros comerciales han suplido el descuido institucional con el deporte urbano. Un ejemplo es el skatepark del centro comercial Puerta Aragón, un espacio nuevo, pero que poco a poco ha sido conocido por los skaters de la zona. Es grandísimo, un skatepark bajo techo que ocupa casi mil metros cuadrados de rampas, tubos y plataformas para hacer verdaderos sick tricks. Acá el vuelo tiene techo pero no límite.
Es un espacio hecho para las familias. El fin de semana está lleno de niños, hay algunos entrenadores y el spot se presta para hacer competencias entre principiantes y avanzados. A diferencia de sitios más “antaños” (el skatepark Puerta es nuevo, apenas un año de historia), acá todavía hay un aire de inocencia. No hay grafiti callejero, sino murales muy bien pintados.
Un Quetzalcóatl preside el vuelo.
Y con él aparecen los guerreros del asfalto que se hacen con la pista.
Volar, tan sencillo verbo. Pero tan evocador, tan fantasioso.
Volar es posible sobre ruedas.
Un pipe puede ser la plataforma de lanzamiento.
A tocar el cielo después de besar el suelo.