La palabra “contracultura” huele (apesta, digo yo) a humedad. Es un término que los oldtimers usaban para dársela de rebeldes, una cosa que suena al tío que te dice que Doble P es un imbécil y te quiere dar a fuerza un disco de Yes para educarte, según él. Pero recordar a la contracultura es importante: para que los fans de, digamos, Karol G, Danna Paola, Rosalía o Kendrick Lamar pudieran disfrutar libremente ritmos disruptores tuvo que haber existido un movimiento cultural que enalteciera la libertad de ser joven, con ganas de experimentar, de no ser un viejo muerto en vida.
Esa contracultura que, maldita palabreja, tuvo–y tiene–un punto de encuentro en la Ciudad de México desde hace cuatro décadas: el Tianguis Cultural del Chopo. Punto de encuentro, intercambio y hasta discriminación y enfrentamiento de tribus urbanas, el Chopo ha alimentado a tres generaciones de hambrientos de esa Otra Cosa que significa ser joven: ese ser de otro modo, diferente, auténtico pero siempre nuevo. En el Chopo la contracultura no huele a humedad porque ahí vive a todo pulmón, está presente y lo lubrica todo y los une a todos: punks, goths, skaters, metalheads, bikers, surfos, sneakerheads, hiphoperos… Todos.
Bueno, amigos lectores de este blog, la que escribe es una millennial a la que todavía le tocó que el rock tuviera sentido como acto de ruptura y no sólo como un género musical más. Cuando fui adolescente, allá por finales del siglo pasado, ir al Chopo era un capítulo necesario de la novela de coming-of-age que era ser niño noventero en el Chilango.
Cada sábado, el Chopo, allá por el rumbo de Buenavista, norte de la Ciudad de México, te llamaba si te gustaba el rock o el rap. Ahí estaba todo lo que necesitabas: los discos difíciles de conseguir, los pósters ambicionados de conciertos que iban a suceder, las botas Doc Martens, los jeans desgastados, las chamarras con parches cool. El rock DE VERDAD, ese que todavía era callejero y sofisticado al mismo tiempo, el rock que bailabas, el rock que cantabas, el rock que te emocionaba. Ser “chopero”: un estado de gracia para el rocker veterano, para el rocker de novedad.
El Chopo era un viaje. Te ponías de acuerdo con los amigos: ¿cómo llegar allá? ¿A qué hora? ¿Cómo vestir para no parecer un idiota que no entiende La Onda? Dioses, de verdad que todo esto huele mucho a humedad, pero así era, para qué mentir. Éramos ingenuos: teníamos la esperanza de que ser clasemedieros no era un destino fatal. A lo mejor en ese ñor con vinilos clásicos era el maestro espiritual que tu épica necesitaba; un Obi-Wan Kenobi que lleva una quincena sin bañarse, quema gallo tras gallo y está convencido de que Tex Tex son mejores que los Rolling Stones.
Entonces, la verdad, el Chopo me causa un poco de autocringe (qué mensos nos veíamos tratando de replicar con gel Xiomara los mohicanos de los Verdaderos Punks Ingleses/Niuyorkas en nuestras versiones de Pantitlán o del CCH Vallejo), pero también me da una especie de esperanza, sobre todo cuando paso por ahí un sábado en la tarde camino a casa y veo todavía a adolescentes de todos los estilos reuniéndose afuera de la Biblioteca Vasconcelos. Apenas una cuadra más allá está ese espacio de expresión que ha ido evolucionando con los años y las generaciones. El Chopo sigue vivo y yo sonrío.
Tenía ganas de escribir sobre el Chopo para los lectores de Innvictus. Dude, esto existe, y vale la pena que te asomes. Acá caben todos los fans de la música, sea nueva o vieja, clásica o de ruptura. Así que fui a pasar una tarde en el Chopo para ver qué me encontraba: capaz que hasta me encontraba a mí misma a los 13 años.
El chiste del Chopo es la actitud. Se dice mucho, pero acá es cierto. Mejor ir al Chopo con aire de seguridad, que no te quieran meter gol. Hay mucho vival en el tianguis que se aprovechan de las ganas y el entusiasmo de los que van por primera vez. ¿Crees que ese LP de Héctor Lavoe es verdaderamente único y vale la pena que pagues más de mil pesos por él? Hmm. Date una vuelta, capaz que lo encuentras a menor precio o hasta lo puedes intercambiar por algo que lleves.
Llegando luego, luego al mercado me topé con un cuate que ofrecía mota: “¿Quieres mota?”, me dijo a mí y a todos los que pasábamos a su vera, alegre como un cotorro. Escúchenme: cuando mis amigos y yo éramos adolescentes la mota era muy difícil de conseguir, una cosa mitológica. En el Chopo había espacios para fumar, pero visitarlos implicaba su dosis de riesgo, de peligro, porque no sabías si el dealer y sus cuates te iban a hacer algo cuando estabas indefenso y en pleno viaje.
Los tiempos han cambiado en los últimos veinte años. Ahora la mota está ahí, patente y presente, no es difícil de acceder. De nuevo: hay que armarse de sospecha y actitud. Quizá el Chopo no sea el mejor lugar para conocer la hierba, pero si le vas a entrar ve acompañado por alguien que se mantenga sobrio: unas por otras, para la próxima tu compa puede ser el que fume.
La mota me pareció muy barata (quince pesos el cigarrito), así que sospecho que igual no es muy pura ni potente. Como sea, chill, igual no compres a la desesperada. Hay otras drogas que también se ofrecen a lo largo del mercado, sobre todo en la tarde (mientras más tarde, más extrema se vuelve la experiencia chopera. El mercado se levanta a las 6 de la tarde, pero la onda sigue dando hasta la noche con los más cabrones). Mi consejo: el Chopo no es el mejor lugar para las iniciaciones químicas.
Sigamos. Cuando decidí escribir esto, me puse un objetivo concreto: encontrar una playera de Iron Maiden y preguntar por el precio de los slip-ons edición especial de la banda que sacó Vans hace unos años. (El Chopo ha evolucionado con las tendencias: ahora tiene toda una sección específica para sneakers, botas y todo tipo de calzado de colección).
Soy una fan relativamente nueva de Iron Maiden, la gran banda de heavy metal que me sedujo con su álbum A Matter of Life and Death en 2006. A finales de este año the Irons vienen a México y yo los veré por cuarta vez. Me dije, oye, vamos al Chopo a ver si consigues esa playera de A Matter of Life and Death. Digo why not? Si la voy a encontrar en algún lugar, seguramente será en el Chopo.
A lo largo de la calle de Aldama de la colonia Guerrero, la arteria principal del Chopo, hay puesto tras puesto de camisetas: abundaban las de The Trooper o el Powerslave, icónicas portadas de la trayectoria de Iron Maiden, pero en ninguno encontré la playera que buscaba. A veces hasta los sabios-maestros-Yoda-del-estilo nos decepcionan.
Pero, los dioses nuevos y antiguos bendigan al Chopo, ¡encontré los Vans de Iron Maiden! Me llevé dos pares: unos del disco Killers y unos sk8 old skool altos del Powerslave. Me costaron una lana: dos mil pesos el par (y tuve que regatear).
Una adición interesante en el Chopo para la generación Z y Alfa son los concursos de grafiteros: los artistas urbanos más jóvenes pueden participar creando obras en algunas de las paredes colindantes al tianguis y ganar latas, stencils y demás parafernalia de su arte. No los hay cada fin de semana, pero visitar el mercado con frecuencia ayuda a conocer a la banda y acercarse a la comunidad. Lo recomiendo sobre todo si eres un artista que está empezando. Si ya te crees muy calado, igual acercarte a los nuevos te ayudará a conocer a tu próximo socio para colabs.
Visitar el Chopo es divertidísimo. Deja que los OG de la contracultura te hablen de aquellos buenos tiempos del rock. Igual la humedad no siempre huele tan mal.