Los noventa no fueron tan buena década como los early millennials quieren pensar. Había mucha incertidumbre—guerras, crisis económica, una brecha generacional insalvable con los padres y los maestros—los adolescentes de la época estaban muy deprimidos y obsesionados con un futuro menos gloomy.
La música de la época lo refleja: el grunge lleno de furia, el gangsta rap, lleno de himnos violentos, las letras melancólicas de bandas como REM, The Cranberries o Pearl Jam. En México rifaban Caifanes y Café Tacvba, cuyas letras hablaban de vacíos existenciales varios, desesperación urbana: “Viento, amárranos, tiempo, detente muchos años”.
Ni siquiera el britpop y el dance, fiebre de aquellos años, eran optimistas. La fiestas eran tristes: desencantados bailando “La Macarena” con sonrisas cínicas.
Sí, fueron años complicados. Pero hasta del horror se puede sentir nostalgia.
De esa mezcla de emociones, entre la depresión y la ansiedad por el futuro, se alimenta la magnífica Nadie nos va a extrañar, la serie que Amazon Prime rinde homenaje a aquellos años inciertos.
Nadie nos va a extrañar comienza en una época clave para dos generaciones: la z y los millennials más jóvenes (esos a los que llaman “xennials”, nombre sintomático de los que no tienen lugar propio: siempre a la mitad, siempre en el limbo, indefinidos como canciones en low-fi).
El DF, que no la Ciudad de México, es el escenario de la serie. El smog citadino tan turbio como el aire de los tiempos. 1994, año electoral. El movimiento zapatista, el asesinato de Colosio, las campañas políticas en las que nadie cree: ese es el ruido de fondo. En primer plano, los personajes: Memo, Álex, Marifer, Tenoch y Daniela, un grupo de outcasts que para sobrevivir se tienen que juntar como el náufrago desesperado que se agarra al pedazo de madera de lo que fuera su camarote. Un timonel caído en desgracia.
Náufragos son. Y también medio delincuentes: se mueven por la escuela con una operación clandestina de venta de tareas y exámenes. Nerds y apestados, se ganan así su lugar en la cadena alimenticia escolar: necesarios para que los cool kids les lleven buenas calificaciones en su boleta y sus padres los dejen en paz.
En eso están nuestros protagonistas cuando hechos inesperados los sacan de su inercia. No spoilers: alguien muere. Y esa muerte precipitará el ascenso a la adultez de los personajes.
El productor, creador y director Samuel Kishi logra recrear la atmósfera de aquellos años gracias a una excelente selección musical, un diseño de arte atinado (cualquiera que haya crecido en los noventa tuvo una camisa de cuadros) y una nostalgia vivida en primera persona con que cualquiera, xennial, millennial o gen z podrá empatar.
Los noventa están de moda. Los que los ven de lejos piensan que fue una década de los más cool y sofisticada. La división entre las clicas, fresas, freaks and geeks, habla de un cliché ya muy visitado, pero la verdad es que los clichés tienen un núcleo de verdad.
Nadie nos va a extrañar es la historia de una ciudad y sus habitantes invencibles: los que navegan por el margen porque saben que la corriente se los puede llevar. Para mantenerte cuerdo tienes que mantener tu integridad a toda costa y justamente eso intentan los protagonistas. En la serie, seas cool o uncool, tal parece que las opciones de los adolescentes son pocas. Hay verdad en ello. Encontrar tu lugar siempre ha sido difícil. Noventeros o adolescentes contemporáneos, quien quiera verse reflejado en la pantalla lo hará. Ese es el gran tino de la serie: momentos de verdad que trascienden épocas y contextos. Al final, ser adolescente siempre ha sido igual de jodido.
